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Dos años después recuerdo el resto de ese día, y aquella noche, y el día siguiente, como un inacabable entrar y salir de policías, fotógrafos y periodistas por la puerta principal de la casa de Gatsby. Una cuerda, atada de un extremo a otro de la cancela, y un policía mantenían a raya a los curiosos, pero los chiquillos descubrieron pronto que podían entrar por mi jardín, y siempre había un grupo alrededor de la piscina, con la boca abierta. Alguien de gestos decididos, un detective quizá, usó la expresión «loco» cuando se inclinó esa tarde sobre el cadáver de Wilson, y la imprevista autoridad de su voz estableció el tono de los reportajes que publicaron los periódicos a la mañana siguiente.

La mayoría de esos reportajes eran una pesadilla: grotescos, intrascendentes, tendenciosos y falsos. Cuando el testimonio de Michaelis durante la investigación sacó a la luz las sospechas de Wilson sobre su mujer, pensé que inmediatamente algún periodicucho sensacionalista nos serviría la historia completa, pero Catherine, que podría haber dicho cualquier cosa, no dijo una palabra. Demostró una sorprendente firmeza de carácter: miró al coroner con ojos llenos de determinación bajo sus cejas depiladas, y juró que su hermana no había visto a Gatsby en su vida, que su hermana era completamente feliz con su marido, que su hermana jamás había dado un mal paso. Se convenció a sí misma de lo que juraba y empapó de lágrimas el pañuelo, como si la menor insinuación ya fuera más de lo que podía soportar. De modo que Wilson fue reducido a individuo «trastornado por el dolor» para simplificar el caso al máximo, y ahí quedó todo.

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