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—La guardaba en el tocador, envuelta en papel de seda.

Michaelis no veía nada raro y le dio a Wilson una serie de razones por las que su mujer podía haber comprado la correa de perro. Pero no era difícil imaginar que Wilson ya había oído antes alguna de esas explicaciones, y precisamente a Myrtle, porque empezó otra vez a murmurar «Dios mío, Dios mío», y el amigo que lo consolaba dejó varias explicaciones en el aire.

—Luego la mató —dijo Wilson.

La boca se le abrió de repente.

—¿Quién la mató?

—Sé cómo averiguarlo.

—No seas morboso, George —dijo su amigo—. Has tenido que soportar una tensión muy fuerte y no sabes lo que dices. Es mejor que descanses hasta mañana.

—La asesinó.

—Fue un accidente, George.

Wilson negó con la cabeza. Se le entrecerraron los ojos y los labios se dilataron ligeramente al insinuar un «humm» de superioridad.

—Lo sé —dijo rotundo—. Soy uno de esos tipos confiados que no piensan mal de nadie, pero cuando sé una cosa la sé. Fue el hombre que iba en ese coche. Ella salió corriendo para decirle algo y él no paró.

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