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—¿Tienes alguna iglesia a la que vayas alguna vez, George, aunque haga mucho que no vas? Yo podría llamar para que viniera un sacerdote a hablar contigo, ¿no?

—No pertenezco a ninguna iglesia.

—Deberías tener una iglesia, George, para ocasiones como ésta. Alguna vez habrás ido a la iglesia. ¿No te casaste en una iglesia? Escucha, George, escúchame. ¿No te casaste en una iglesia?

—De eso hace mucho tiempo.

El esfuerzo para responder rompió el ritmo de su balanceo: calló un momento. Luego los ojos desvaídos recuperaron su expresión entre astuta y desconcertada.

—Mira en ese cajón —dijo, señalando al escritorio.

—¿En qué cajón?

—En ése, en el único que hay.

Michaelis abrió el cajón que tenía más cerca. Lo único que había dentro era una correa de perro, muy cara, de piel con adornos de plata. Parecía nueva.

—¿Esto? —preguntó, levantándola.

Wilson la miró fijamente y asintió.

—La encontré ayer por la tarde. Ella trató de explicármelo, pero yo me di cuenta de que había algo raro.

—¿Quieres decir que la compró tu mujer?

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