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En Nueva York estuve un rato tratando de anotar las cotizaciones de una lista interminable de acciones, y luego me quedé dormido en mi silla giratoria. Me llevé un susto cuando, poco antes de las doce, me despertó el teléfono. La frente se me llenó de sudor. Era Jordan Baker: solía llamarme a esa hora porque la incertidumbre de sus propios desplazamientos entre hoteles, clubes y casas particulares hacía que fuera difícil localizarla de otra manera. Habitualmente su voz me llegaba a través del hilo telefónico como algo joven y fresco, como si un puñado de césped del campo de golf hubiera entrado volando por la ventana de la oficina, pero aquella mañana me pareció áspera, seca.

—He dejado la casa de Daisy —dijo—. Estoy en Hempstead y me voy a Southampton esta tarde.

Probablemente había sido una prueba de tacto dejar la casa de Daisy, pero me molestó, y lo que dijo después consiguió ponerme en tensión.

—Anoche no fuiste demasiado amable conmigo.

—¿Y qué importancia tenía eso anoche?

Silencio. Y luego:

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