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Eran las nueve de la mañana cuando terminamos de desayunar y salimos al porche. La noche había cambiado el clima de improviso y el aire ya sabía a otoño. El jardinero, el último de los antiguos sirvientes de Gatsby, se acercó al pie de la escalinata.

—Voy a vaciar hoy la piscina, mister Gatsby. Las hojas han empezado a caer demasiado pronto, y luego siempre hay problemas con los desagües.

—No la vacíe hoy —contestó Gatsby. Se volvió hacia mí, como disculpándose—. ¿Sabes, compañero, que no he usado la piscina en todo el verano?

Miré el reloj y me levanté.

—Mi tren sale dentro de doce minutos.

Yo no tenía ganas de ir a la ciudad. No estaba en condiciones de trabajar decentemente, y había algo más: no quería dejar solo a Gatsby. Perdí aquel tren, y el siguiente, antes de irme.

—Te llamaré por teléfono —dije por fin.

—Sí, compañero.

—Te llamaré a eso del mediodía.

Bajamos despacio los escalones.

—Supongo que Daisy también llamará —me miró con ansiedad, como con la esperanza de que yo se lo confirmara.

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