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—Supongo que sí.

—Adiós.

Nos dimos la mano y eché a andar. Antes de llegar a la verja, me acordé de algo y me volví.

—Son mala gente —le grité a través del césped—. Tú vales más que todos ellos juntos.

Siempre me he alegrado de habérselo dicho. Fue el único halago que le hice nunca, porque me parecía censurable de principio a fin. Primero asintió, muy educado, y luego se le iluminó la cara con una sonrisa radiante y cómplice, como si en aquel asunto hubiéramos sido en todo momento compinches inquebrantables. Los andrajos magníficos de su traje rosa eran una mancha de color vivo contra los escalones blancos, y recordé la noche en que fui a su casa ancestral por primera vez, tres meses antes. El césped y el camino estaban invadidos entonces por las caras de los que especulaban sobre su corrupción, mientras él, de pie en aquellos escalones, ocultando su sueño incorruptible, les decía adiós con la mano.

Le agradecí su hospitalidad. Nunca dejábamos de agradecérsela, los demás y yo.

—Adiós —grité—. El desayuno ha sido estupendo, Gatsby.

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