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Hacia las tres de la madrugada cambió el carácter del murmullo incoherente de Wilson, que se fue serenando y empezó a hablar del coche amarillo. Anunció que sabía cómo averiguar a quién pertenecía el coche amarillo, y dejó escapar que un par de meses antes su mujer había vuelto de la ciudad con la cara amoratada y la nariz hinchada.

Pero, cuando se oyó decir aquello, hizo una mueca de dolor y empezó a quejarse, «Dios mío, Dios mío», con voz gemebunda. Michaelis intentó distraerlo sin demasiada habilidad.

—¿Cuánto tiempo llevabais casados, George? Vamos, quédate quieto un momento y contéstame. ¿Cuánto llevabais casados?

—Doce años.

—¿No habéis tenido hijos? Venga, George, para. Te he hecho una pregunta. ¿No habéis tenido hijos?

Los escarabajos, pardos y duros, seguían produciendo un ruido sordo cuando chocaban contra la pobre luz eléctrica, y cada vez que Michaelis oía pasar un coche a toda velocidad por la carretera creía oír el coche que no había parado unas horas antes. No le gustaba entrar en el garaje porque, sobre la mesa, en el sitio donde había yacido el cadáver, se veía una mancha, así que no dejaba de dar vueltas, incómodo, por la oficina —antes de que se hiciera de día ya se había aprendido cada uno de los objetos que había dentro— y de cuando en cuando se sentaba con Wilson e intentaba tranquilizarlo.

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