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También Michaelis lo había visto, pero no pensó que aquello tuviera ningún significado especial. Creyó que mistress Wilson quería huir de su marido, más que parar un coche determinado.

—¿Y por qué lo hizo?

—Es muy lista —dijo Wilson, como si con eso resolviera la cuestión—. Ahhh…

Se mecía otra vez, y Michaelis se levantó, retorciendo la correa entre los dedos.

—¿Tienes algún amigo al que pueda llamar por teléfono, George?

Era una esperanza remota; Michaelis estaba casi seguro de que Wilson no tenía ningún amigo: no daba de sí ni para su mujer. Se alegró cuando notó un cambio en la habitación, un signo de vida azul en la ventana, y se dio cuenta de que no faltaba mucho para que amaneciera. A eso de las cinco el azul del exterior se hizo lo suficientemente intenso como para apagar la luz.

Los ojos vidriosos de Wilson se dirigieron hacia los montones de ceniza, donde nubecillas grises adquirían formas fantásticas y corrían de acá para allá con la brisa del amanecer.

—Hablé con ella —murmuró después de un largo silencio—. Le dije que a mí podía engañarme, pero que no podía engañar a Dios. La llevé a la ventana —se puso de pie con esfuerzo y fue a apoyarse en la ventana del fondo de la oficina, con la cara pegada al cristal— y le dije: «Dios sabe lo que has hecho, todo lo que has hecho. ¡A mí puedes engañarme, pero a Dios no!»

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