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El chófer —era uno de los protegidos de Wolfshiem— oyó los disparos; luego se limitó a decir que no les había prestado atención. Yo fui directamente de la estación a la casa de Gatsby y mi carrera angustiada por las escaleras del porche fue lo primero que causó alarma. Pero ya lo sabían, estoy seguro. Sin apenas decir una palabra, cuatro personas, el chófer, el mayordomo, el jardinero y yo, corrimos hacia la piscina.
Había en el agua un movimiento débil, apenas perceptible: el chorro limpio que entraba por un extremo fluía hacia el desagüe del otro lado. Con ondulaciones mínimas que no llegaban ni a sombras de olas, el colchón transportaba su carga, errático, por la piscina: un soplo de viento que apenas arrugaba la superficie bastaba para perturbar su curso fortuito con su carga fortuita. El roce con un amasijo de hojas lo hizo girar lentamente, trazando, como un compás, un círculo rojo en el agua.
Llevábamos ya a Gatsby hacia la casa cuando el jardinero vio el cadáver de Wilson entre la hierba, y el holocausto se consumó.