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Su comportamiento en la guerra fue extraordinario. Era capitán antes de salir hacia el frente y, después de las batallas de Argonne, lo ascendieron a mayor y asumió el mando de la sección de ametralladoras de su división. Después del armisticio trató desesperadamente de volver a casa, pero algún malentendido o alguna complicación acabó llevándolo a Oxford. Estaba preocupado: las cartas de Daisy tenían un fondo de desesperación y ansiedad. No entendía por qué no volvía. Le afectaba la presión del mundo exterior, y quería verlo y sentir su presencia y la seguridad de que, a pesar de todo, estaba haciendo lo adecuado.

Pues Daisy era joven y su mundo artificial olía a orquídeas, a agradable y alegre esnobismo, a orquestas que marcaban los ritmos del año, fundiendo en nuevas melodías la tristeza y la fascinación de la vida. Toda la noche los saxofones aullaban su comentario sin esperanza a Beale Street Blues mientras cien pares de dorados y plateados zapatos de baile se arrastraban sobre polvo luminoso. A la hora gris del té había siempre habitaciones que seguían palpitando con aquella fiebre dulce y suave, inagotable, mientras caras jóvenes flotaban por todas partes como pétalos de rosa que los tristes instrumentos de metal soplaran sobre la pista.

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