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—Ustedes, los jóvenes, se creen que pueden entrar aquí cuando les da la gana —me regañó—. Y nos tienen hartos, hasta la náusea. Cuando digo que está en Chicago, está en Chicago.

Mencioné a Gatsby.

—Ah —volvió a mirarme—. Podría… ¿Me repite su nombre?

Se esfumó. Al instante apareció solemnemente en la puerta Meyer Wolfshiem, tendiéndome las dos manos. Me hizo entrar en su despacho mientras comentaba con voz reverente que era un momento muy triste para todos nosotros, y me ofreció un cigarro.

—La memoria me lleva al día en que lo conocí —dijo—. Un mayor, muy joven, recién licenciado y cubierto de medallas que había ganado en la guerra. No tenía ni un centavo: seguía usando el uniforme porque no tenía dinero para comprarse ropa. Lo vi por primera vez en los billares de Winebrenner, en la calle Cuarenta y tres, donde entró a pedir trabajo. No comía desde hacía dos días. «Véngase a almorzar conmigo», le dije. Devoró más de cuatro dólares de comida en media hora.

—¿Lo introdujo usted en los negocios?

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