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La mañana del funeral fui a Nueva York a ver a Meyer Wolfshiem; parecía no haber otro modo de localizarlo. En la puerta que abrí, siguiendo las instrucciones del ascensorista, había un rótulo en el que se leía The Swastika Holding Company, y al principio creí que no había nadie. Pero, después de gritar «Buenos días» en vano varias veces, empezaron a discutir en la habitación contigua y al momento apareció en una puerta interior una judía muy atractiva y me examinó con unos ojos negros y hostiles.
—No hay nadie —dijo—. Mister Wolfshiem ha ido a Chicago.
Lo primero era evidentemente falso, porque dentro alguien había empezado a silbar desafinando El rosario.
—Haga el favor de decirle que mister Carraway quiere verlo.
—¿Voy a buscarlo a Chicago?
En ese momento una voz, inequívocamente la de mister Wolfshiem, gritó «¡Estella!» al otro lado de la puerta.
—Déjeme su nombre en la mesa —dijo ella—. Le daré el recado en cuanto vuelva.
—Pero sé que está aquí.
Dio un paso hacia mí y empezó a pasarse las manos por las caderas, arriba y abajo.