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En la cercana colina se levantaba el majestuoso colegio construido a expensas del legado del señor Laurence. Por los senderos que fueron campo de travesuras de la chiquillería iban y venían ahora estudiantes de ambos sexos. Jóvenes que disfrutaban de las ventajas que la sabiduría, bondad y riquezas habían puesto a su alcance.
En el cielo ―antes surcado por majestuosas águilas― volaban ahora infantiles y multicolores cometas.
Entre los árboles, a las puertas de Plumfield, podía divisarse la finca donde Meg vivía, y muy cercana a la misma, la mansión donde el señor Laurence se había refugiado cuando el incesante progreso de la población llegó al extremo de que se instalara una fábrica de jabón junto a la residencia que entonces habitaba.
Los cambios importantes empezaron al emigrar nuestros amigos de Plumfield, y trajeron la prosperidad para la pequeña comunidad.
El profesor Bhaer, como presidente del colegio, y el señor March, en su calidad de capellán, vivían felices por la realización de su sueño.