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No volvió a pronunciar una palabra. Su corrección crecía a medida que nos acercábamos a la ciudad. Pasamos Port Roosevelt y la visión de sus transatlánticos pintados con una franja roja, y aceleramos en las calles pobres, adoquinadas, flanqueadas por los bares oscuros, con clientes todavía, de los dorados y desvaídos primeros años del siglo XX. Entonces el valle de cenizas se abrió a derecha e izquierda, y, al cruzarlo, durante unos segundos vislumbré a mistress Wilson, afanándose en el surtidor de gasolina con jadeante vitalidad.

Con guardabarros que sobresalían como alas, salpicamos luz a través de media Astoria, sólo media, porque, mientras zigzagueábamos entre los pilares del tren elevado, oí el conocido petardeo de una motocicleta, y un policía frenético corría a nuestro lado.

—¡Muy bien, compañero! —gritó Gatsby.

Redujimos la velocidad. Sacó una tarjeta blanca de la cartera y la agitó ante los ojos del motorista.

—Todo en orden —admitió el policía, llevándose la mano a la gorra—. Le reconoceré la próxima vez, mister Gatsby. ¡Discúlpeme!

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