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—¿Y salió? —pregunté inocentemente.

—Por supuesto que salió —la nariz de mister Wolfshiem se dirigió fulminante hacia mí, indignada—. Se volvió en la puerta y dijo: «¡Que el camarero no se lleve mi café!» Luego salió a la acera, le pegaron tres tiros en la barriga y se dieron a la fuga.

—Electrocutaron a cuatro —dije, haciendo memoria.

—A cinco, contando a Becker —las ventanas de la nariz se abrieron ante mí con interés—. Tengo entendido que busca usted coneggsiones para sus negocios.

La yuxtaposición de aquellas dos frases me dejó perplejo. Gatsby respondió por mí.

—Ah, no —exclamó—. No es éste.

—¿No? —Mister Wolfshiem parecía desilusionado.

—Es sólo un amigo. Ya te dije que hablaríamos de eso en otro momento.

—Le pido disculpas —dijo mister Wolfshiem—. Me he equivocado.

Un suculento estofado llegó, y mister Wolfshiem, olvidando la atmósfera sentimental del viejo Metropole, empezó a comer con una delicadeza feroz. Sus ojos, entretanto, recorrieron muy despacio todo el local. Y, para completar el arco, se volvió a inspeccionar a las personas que tenía detrás. Creo que, si yo no hubiera estado presente, habría echado un vistazo debajo de la mesa.

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