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Cuando nos dio la mano y se volvió, le temblaba la nariz trágica. Me pregunté si había dicho yo algo que pudiera ofenderlo.

—A veces se pone muy sentimental —me explicó Gatsby—. Hoy tiene uno de sus días sentimentales. Es todo un personaje en Nueva York, vecino de Broadway.

—¿Es actor?

—No.

—¿Dentista?

—¿Meyer Wolfshiem? No, es jugador —Gatsby titubeó antes de añadir fríamente—. Es el hombre que amañó la serie final de las Grandes Ligas de béisbol en 1919.

—¿Amañó la serie final? —repetí.

La idea me dejó estupefacto. Recordaba, por supuesto, que en 1919 amañaron el campeonato, pero, si hubiera pensado en el asunto, me habría parecido algo que pasó simplemente, el eslabón final de una cadena inevitable. No se me hubiera ocurrido nunca que un hombre pudiera jugar con la buena fe de cincuenta millones de personas con la determinación de un ladrón que revienta una caja fuerte.

—¿Cómo se le ocurrió hacer una cosa así? —pregunté.

—Se le presentó la oportunidad.

—¿Por qué no está en la cárcel?

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