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Claramente, pues, puede ver quien quiera que la imagen engendrada tan sólo por la fama, siempre es mayor que la cosa imaginada en su verdadero ser.

IV

Mostrada ya la razón de por qué la fama dilata el bien y el mal más de su verdadera cantidad, resta mostrar en este capítulo las razones que hacen ver por qué la presencia los restringe por el contrario; y una vez mostradas, vendremos luego al propósito principal, es decir, a la excusa susodicha. Digo, pues, que por tres causas la presencia hace a la persona de menos valor del que tiene. Una de las cuales es la puericia, no digo de edad, sino de ánimo; la segunda es la envidia: y éstas están en el que juzga; la tercera es la humana impureza, y ésta está en el que es juzgado.

La primera puede razonarse brevemente de este modo: la mayor parte de los hombres viven guiados de los sentidos y no conforme a razón, a guisa de párvulos; y estos tales no conocen las cosas sino simplemente por fuera; y no ven su bondad, a cual está ordenada a determinado fin, porque tienen cerrados los ojos de la razón, los cuales sí la ven. De aquí que luego ven cuanto pueden y juzgan según lo que han visto. Y como se forma una opinión de oídas, acerca de la fama de los otros, y la presencia está en desacuerdo con el juicio imperfecto que, no conforme a razón sino conforme al sentido juzga solamente, casi reputan mentira lo que primero han oído, y desprecian a la persona apreciada primero. De aquí que, según éstos que son como casi todos, la presencia restringe una y otra cualidad. Estos tales, tan pronto están deseosos como hartos; tan pronto alegres como tristes, con breves deleites y pesares; tan pronto amigos como enemigos: que todo lo hacen como párvulos, sin uso de razón.

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