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La segunda se ve por estas razones: que toda comparación es para los viciosos motivo de envidia, y la envidia motivo de mal juicio, ya que no deja argumentar a la razón en favor de la cosa envidiada; así que la potencia juzgadora es entonces como el juez que oye solamente a una de las partes. De aquí que cuando estos tales ven a la persona famosa, al punto están ya envidiosos, porque ven que les iguala en prendas y dominio, y temen por la excelencia de aquélla ser menospreciados. Y éstos no solamente juzgan mal en su apasionamiento, pero difamando hacen juzgar mal a los demás. Por lo cual, la presencia disminuye lo bueno y lo malo de cada uno de los presentes; y digo lo malo, porque muchos, complaciéndose en las malas obras, tienen envidia a los que obran mal.

Es la tercera la humana impureza que se descubre por el propio a quien se juzga, y nunca cuando no hay con él trato ni conversación. Para evidenciar tal se ha de saber que el hombre está manchado por muchas partes; y que, como dice Agustín, «nada hay sin mancha». El hombre está manchado, ya por alguna pasión a la cual no puede a veces resistir, ya por algún miembro deforme, ya por algún golpe de la fortuna, ya por la infamia de sus padres o de algún pariente. Cosas que la fama no lleva consigo, mas sí la presencia, y por su conversación las descubre: estas máculas arrojan alguna sombra sobre la claridad de la bondad, de suerte que la hacen parecer menos clara y de menos valor. Y por eso es por lo que todo profeta es menos honrado en su patria; por eso es por lo que el hombre bueno debe conceder a pocos su presencia, y su familiaridad a menos aún, a fin de que su nombre sea reverenciado y no despreciado. Y esta tercera causa tanto puede estar en el mal cuanto en el bien, volviendo tales razones en sus contrarias. De aquí se ve por modo manifiesto que por la impureza, sin la cual no hay nadie, la presencia disminuye lo malo y lo bueno de cada uno más de lo que la verdad requiere.

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