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Cuando Jordan Baker terminó de contármelo todo hacía media hora que nos habíamos ido del Plaza y cruzábamos Central Park en una victoria, uno de esos coches de caballos para turistas. El sol se había hundido detrás de los edificios de apartamentos de las estrellas de cine en las calles Cincuenta de la zona oeste, y en el calor del crepúsculo se elevaban voces claras e infantiles, como una reunión de grillos en la hierba:

Soy el jeque de Arabia.

Tu amor me pertenece.

De noche cuando duermas

me arrastraré a tu tienda.

—Ha sido una coincidencia curiosa.

—No. No ha sido una coincidencia.

—¿Cómo que no?

—Gatsby compró esa casa porque Daisy vivía al otro lado de la bahía.

Así que no sólo suspiraba por las estrellas aquella noche de junio. Y entonces Gatsby cobró vida para mí: de repente salió del útero de su esplendor inútil.

—Quiere saber —continuó Jordan— si invitarías a Daisy a tu casa una tarde para que luego se presentara él.

La modestia de la petición me desconcertó. Había esperado cinco años y había comprado una mansión donde repartía luz de estrellas entre polillas que acudían al azar, sólo para poder «presentarse» una tarde en el jardín de un extraño.

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