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IV
Y éste es el orden de la situación; el primero de los enumerados es aquel donde está la luna; el segundo es aquel donde está Mercurio; el tercero es aquel donde está Venus; el cuarto es aquel donde está el sol; el quinto es aquel donde está Marte; el sexto es aquel donde está Júpiter; el séptimo, aquel donde está Saturno; el octavo es el de las estrellas fijas; el noveno es aquel que no es sensible sino por el movimiento que arriba se ha dicho, al cual muchos llaman cielo cristalino, esto es, diáfano o transparente. En verdad, a más de todos éstos, los católicos ponen al cielo empíreo, que quiere decir tanto como cielo de llama o luminoso; y suponen que es inmóvil por tener en sí en cuanto a cada parte lo que su materia quiere. Y éste es causa del velocísimo movimiento del primero movible; pues por el ferventísimo deseo que cada una de las partes del noveno cielo, inmediato a aquél, tiene de estar unida con cada una de las partes del divinísimo y quieto décimo cielo, se dirige a él con tanto deseo, que su velocidad es casi incomprensible. Y quieto y pacífico es el lugar de aquella suma deidad, que es única en verse por completo. Es éste el lugar de los espíritus bienaventurados, según lo quiere la Santa Iglesia, que no puede decir mentira; y aún más Aristóteles parece opinar así, a quien bien lo entienda, en el primero de Cielo y Mundo. Éste es el soberano edificio del mundo, en el cual todo el mundo se incluye y fuera del cual nada existe; y no está en lugar alguno, sino que sólo fue formado en la primera Mente, a la cual llaman los griegos Protonoe. Esto es aquella magnificencia de que habló el salmista, cuando dice a Dios: «Levantóse tu magnificencia sobre los cielos». Y así, recogiendo cuanto se ha dicho, parece ser que hay diez cielos, de los cuales el de Venus es el tercero; del cual se hace mención en aquella parte que es mi intención explicar.