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II
Comenzando, pues, digo que ya la estrella de Venus por dos veces había girado en ese su círculo que la hace mostrarse vespertina y matutina, según los dos diversos tiempos, después del tránsito de aquella bienaventurada Beatriz que vive en el cielo con los ángeles y en la tierra con mi alma, cuando aquella dama gentil, de quien hice mención al fin de la Vida Nueva, aparecióse a mis ojos por vez primera, acompañada de Amor, y tomó puesto en mi mente. Y, como dicho está por mí en el librito alegado, acaeció que, más por su gentileza que por elección mía, consentí en ser suyo; porque compadecida con tanta misericordia de mi vida viuda se mostraba, que los espíritus de mis ojos hiciéronse grandes amigos suyos. Y una vez amigos, tal hicieron dentro de mí, que mi beneplácito mostróse contento con desposarse con aquella imagen.
Mas, como amor no nace súbitamente ni se hace grande y perfecto, sino que necesita algún tiempo y alimento de pensamientos, principalmente allí donde hay pensamientos contrarios que lo impiden, fue menester, antes que este nuevo amor fuese perfecto, mucha batalla entre el pensamiento que le alimentaba y aquel que le era contrario, el cual tenía aún la fortaleza de mi mente por la gloriosa Beatriz. Porque el uno recibía socorro continuamente por la parte de delante, y el otro por detrás, por parte de la memoria. Y el socorro de delante aumentaba todos los días -lo que no podía el otro- de tal suerte, que impedía volver el rostro atrás. Por lo que me pareció tan admirable y asimismo tan duro de sufrir, que resistirle no pude; y casi gritando -por disculparme de la novedad, en la cual parecíame hallarme falto de fortaleza- dirigí la voz hacia aquella parte de donde procedía la victoria del nuevo pensamiento, que era victoriosísimo, como virtud celestial, y comencé a decir: