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que los rayos le traen de vuestra estrella. Solía ser vida del corazón doliente

un suave pensamiento que se iba

muchas veces a los pies de Vuestro Señor.

Donde una dama, veía estar en gloria, de quien hablábame tan dulcemente, que mi alma decía: «Yo allí ir quiero».

Ahora aparece quien a huir le obliga y se adueña de mí con fuerza tal,

que el temblor de mi corazón se muestra fuera. Éste me hace mirar a una dama,

y dice: «Quien ver quiere la salud, haga por ver los ojos de esta dama»,

si es que no teme angustias de suspiros.

Halla un contrario tal que lo destruye

el pensamiento humilde que hablarme suele de un ángela en el cielo coronada.

El alma llora, tanto aún le duele,

y dice: «¡Triste de mí, y cuán me huye el compasivo que me ha consolado!» De mis ojos dice esta afanosa.

¡Mal hora fue en la que los vio tal dama! ¿Por qué no me creían a mí de ella? Decía yo: «Sin duda en los sus ojos debe estar el que mata a mis iguales,

y no me valió darme entera cuenta

que no mirasen tal, pues que fui muerta».

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