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—”Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en La Cruz”. Y se quedó fijo con la mirada puesta en la Sagrada Efigie, como esperando la respuesta. El Crucificado abrió sus labios y habló. Sus palabras cayeron de lo alto, susurrantes y

amonestadoras:

—”Siervo mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición”.

—”¿Cuál, Señor?”, preguntó con acento suplicante Haakon.

—”Es una condición difícil”, dijo el Señor.

—”Estoy dispuesto a cumplirla con tu ayuda, Señor”, respondió el viejo ermitaño.

—”Escucha: suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de guardar siempre silencio”. Haakon contestó:

—”Os lo prometo, Señor”. Y se efectuó el cambio. Nadie advirtió el trueque. Nadie reconoció al ermitaño colgado de los tres clavos en la Cruz.

Haakon ocupaba el puesto del Señor. Y éste por largo tiempo cumplió el compromiso. A nadie dijo nada. Los devotos seguían desfilando pidiendo favores. Pero un día llegó un rico, y después de haber orado dejó allí olvidada su bolsa. Haakon lo vio y calló. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas después, se apropió de la cartera del rico. Ni tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él poco después para pedirle su gracia antes de emprender un largo viaje. Pero en ese momento volvió a entrar el rico en busca de la bolsa. Al no hallarla pensó que el muchacho se la había apropiado. El rico se volvió al joven y le dijo iracundo:

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