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El tiempo filosófico que trae Bergson –el tiempo filosófico que Einstein niega– es un tiempo atado al cuerpo y a lo material, un tiempo inmanente que permite medir la transformación que sufre Macabéa a través de las palabras en esa milésima de segundo en que cruza la calle antes de morir desde una duración que no encaja en las agujas del reloj. Es un tiempo vertiginoso, pero no porque vaya rápido sino porque vuelve sobre sí mismo y se espeja, porque tiene recurrencias, porque irrumpe en el tiempo homogéneo y cronológico de la física; en ese tiempo que se impuso durante el siglo veinte también como un tiempo colonial y que llega hasta nuestro presente como un tiempo encarnado en el progreso. Filtrándose en los agujeros –los agujeros de la cloaca– que deja ese tiempo homogéneo, aparece el tiempo fugaz del futuro de Macabéa y del instante ya. Un tiempo de intervalo, un tiempo de la palabra y de la imagen, corporal y menor.

Una mutación ontológica en la relación con el mundo

En 2020/21 la pregunta sobre el futuro invade tanto las conversaciones cotidianas como las reflexiones filosóficas en todo el planeta. Sin embargo, si bien parece haber caído de repente de un modo abrupto (porque por más preparados que estemos, las catástrofes siempre sorprenden), era una pregunta que incluso antes de la pandemia ya se había vuelto urgente. Desde hace algunas décadas, el imaginario mundial de un futuro catastrófico y apocalíptico ha alcanzado una aceleración tal que resulta imposible no tomarlo como uno de los temas más visitados de la cultura contemporánea. En Há mundo por vir? Ensaio sobre os meios e os fins, Deborah Danovsky y Eduardo Viveiros de Castro proponen que, si bien la temática del fin del mundo siempre ha existido en todas las culturas y se ha imaginado de maneras muy variadas a lo largo de la historia, este imaginario se renovó a partir de los años noventa del siglo pasado cuando se llegó a un consenso científico sobre las transformaciones climáticas y ambientales y sobre una crisis planetaria ineludible. Diariamente somos o bien víctimas reales, o bien testigos de eventos que lindan con lo catastrófico y que muchas veces están relacionados con el cambio climático o con diferentes pestes bacteriológicas o virósicas, pero que otras veces se vinculan con el incremento de la desigualdad social hasta un punto que resulta obsceno; con una pobreza extrema y una creciente precarización laboral; con migraciones masivas y nuevas políticas antimigratorias, persecutorias, de detención y deportación; con el aumento de genocidios y femicidios; con la aceleración tecnológica y el consecuente incremento de la vigilancia algorítmica sobre los cuerpos y los deseos; con la normalización de políticas antidemocráticas y de exterminio; o con el surgimiento de grupos de extrema derecha y de nuevos tipos de fascismos, recientemente renovados en el mundo entero. Esta saturación de eventos, noticias e imágenes acumuladas en el presente han creado lo que Ashley Dawson (2017) llama un “afecto catastrófico” –un sentimiento visceral de que no estamos simplemente dirigiéndonos hacia un colapso civilizacional sino que estamos ya metidos dentro de él– y han evidenciado un vínculo entre dos órdenes que antes habíamos insistido en separar: el orden político y el orden natural. Ya no quedan dudas de que el nuevo régimen climático en el que vivimos se devora aquello que antes llamábamos orden político, o que el orden político interviene de manera directa sobre el orden natural. Esta distinción ya no es pertinente, ya no es clara, ya no es posible6. La crisis planetaria actual no se entiende si se piensa exclusivamente en uno de los niveles –ambiental, social, sanitario, económico o político– puesto que lo que los anuda de un modo inextricable es la constancia de un ataque a diferentes formas de vida. La pandemia no hace más que volver aún más claro este problema. El mundo entero se detiene por un virus causado por la interacción entre lo humano y lo animal e insiste sobre algo que veníamos demorando en reconocer: si hasta ahora pensábamos que la relación con esos otros que llamamos animales, selvas, bosques, mares y ríos consistía en conocer, dominar, domesticar o extraer, hay algo en esta relación que se nos escapó de un modo fugaz y que vuelve de modo amenazante convertido en ángel de la historia. Ya en los años noventa Michel Serres (2004) situaba el origen de la crisis ambiental y ecológica en nuestro modo de relacionarnos con el mundo y sugería una reformulación de este vínculo a través de un nuevo contrato natural que resquebrajara el aparato conceptual que heredamos de la modernidad. El correlato de la filosofía moderna y de la separación entre naturaleza y cultura es una relación con el mundo basada en el instrumentalismo, la propiedad y la guerra; una relación en la que la agencia humana se sobreanima y el mundo material –y junto a él la larga lista de aquellos que son considerados como no humanos– se desanima. En este sentido, la crisis que vivimos nos habla no solo de un fracaso de las promesas de la modernidad y del sueño utópico del siglo veinte, –tanto en su vertiente desarrollista como en la revolucionaria (Susan Buck-Moors, 2000)– sino de la insuficiencia de la epistemología moderna occidental para entender lo humano y, por lo tanto, para sostener las humanidades en tanto disciplina: “lo humano, ahora lo comprendemos, no puede ser captado y salvado sin que le devuelvan esa otra mitad de sí mismo, la parte que corresponde a las cosas. Mientras el humanismo se haga por contraste con el objeto dejado a la epistemología, no comprenderemos ni lo humano ni lo no humano” (Latour, 2012, p. 199).

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