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Este terreno de la experiencia directa, que vibra al ritmo de los grillos y es arrasado por las mareas, es el reino más devastado por las consecuencias de nuestro desprecio. Muchos hábitos longevos y abominables han permitido el trato cruel hacia la naturaleza circundante y nos han dado el poder para talar de modo indiscriminado, hacer represas, minar, transformar, envenenar o simplemente destruir gran parte de lo que discretamente nos mantiene con vida. Y sin embargo, pocas cosas están más arraigadas o son más dañinas que la habitual tendencia a considerar la tierra sensible como un espacio subordinado, ya sea como un plano pecaminoso, plagado de tentaciones, que hay que trascender y superar, o como una región amenazante que debe ser derrotada y sometida a nuestra voluntad, o simplemente como una dimensión un tanto perturbadora que debemos evitar, sustituir y explicar.

La vida corpórea es difícil, en efecto. Identificarse con la pura cualidad física de la propia carne puede parecer algo delirante. El cuerpo es una entidad imperfecta y frágil, vulnerable a mil y un agravios: heridas y desprecios de terceros, enfermedad, decadencia y muerte. Y el mundo material en el que habita nuestro cuerpo está lejos de ser un lugar amable. La belleza trémula de esta biósfera está plagada de espinas: la generosidad y la abundancia muchas veces parecen escasas en comparación con la prevalencia de la depredación, el dolor repentino y la pérdida devastadora. Vivimos encarnados en las profundidades de esta abundancia cacofónica de formas, y en general no podemos predecir lo que acecha detrás de la roca más cercana y mucho menos tomar la distancia suficiente como para sopesar y comprender el funcionamiento de este mundo. No podemos controlarlo. Perdemos la audición en un oído y el otro repica como una cuchara que cae. Nuestra pareja se enamora de otra persona mientras nuestro hijo contrae una fiebre virulenta que ningún médico es capaz de diagnosticar. Hay cosas ahí afuera que pueden devorarnos, y en última instancia lo harán. No es de extrañar que prefiramos abstraernos cada vez que podemos, que nos imaginemos en espacios hipotéticos menos poblados de inseguridades y evoquemos dimensiones más dispuestas al cálculo y al control. Nos entregamos dichosos a escenarios mediados por máquinas, nos ofrecemos como víctimas sacrificiales a cualquier tecnología que prometa mejorar la anodina capacidad de nuestra carne. Y sí, cada tanto nos involucramos también con este mundo terrenal, siempre y cuando sepamos que no es definitivo, siempre y cuando estemos convencidos de que no estamos atrapados en él.

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