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Incluso entre ecologistas y activistas ambientales existe la opinión tácita de que es mejor no dejar que nuestra conciencia se acerque demasiado a nuestras sensaciones, que es mejor que nuestros argumentos estén ceñidos a la estadística y nuestros pensamientos respaldados por abstracciones, no sea el caso de que sucumbamos a una pena abrumadora, a un dolor surgido de la empatía instintiva que nuestro organismo tiene con la tierra viva y sus pérdidas continuas. No sea que quedemos derribados y vencidos por nuestra consternación ante la implacable devastación de la biósfera.

Así es como nos protegemos de la vulnerabilidad desgarradora de la existencia corporal. Pero con el mismo gesto nos volvemos también impermeables a las fuentes más profundas de alegría. Eliminamos de nuestra vida el nutriente necesario que implican el contacto y el intercambio con otras formas de vida, ya sean los seres con astas, colas rizadas y ojos de ámbar cuya extrañeza ensancha nuestra imaginación, o las abejas zumbantes y el borboteo de los coros nocturnos de las ranas, o la niebla matutina que se alza como una horda de fantasmas sobre la hierba. Nos cerramos al erotismo cálido de la voz del violonchelo o a la danza basculante de las grúas que se recortan sobre el cielo de la ciudad, saturado de azul. Nos cerramos al picaflor errante que palpita en el hueco de la mano mientras lo llevamos afuera y al destello carmesí cuando se aleja revoloteando de nuestros dedos.

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