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Escribir es una empresa curiosa, que alterna entre raptos de delirio y momentos de perplejidad y que de ahí puede pasar a tramos de labor tranquila y enfocada. La escritura de palabras es una práctica relativamente reciente para el animal humano. Claro que nosotros, seres bípedos, hemos sido criaturas de lenguaje durante mucho tiempo, pero el lenguaje verbal vivió primero en el aliento moldeado por el habla; reía y tartamudeaba en la lengua antes de posarse sobre la página, y mucho antes aun de disponerse en filas a lo largo de la pantalla luminosa.

Las personas que han sido criadas en culturas letradas suelen hablar sobre el mundo natural, pero los indígenas o los pueblos orales a veces le hablan directamente a ese mundo y reconocen a ciertos animales, plantas e incluso accidentes geográficos como sujetos expresivos con los que es posible entablar una conversación. Desde ya que estos otros seres no hablan en lenguas humanas, no hablan con palabras. Tal vez hablan con música, como muchos pájaros, o con ritmos, como los grillos o las olas del mar. Tal vez hablan un lenguaje de movimientos y gestos, o se expresan a través de sombras cambiantes. En muchos pueblos originarios se presume que tales formas de discurso expresivo son, a su modo, tan comunicativas como el discurso más verbal de nuestra especie (que, al fin y al cabo, puede pensarse como un tipo de gesticulación vocal, o incluso una especie de canto). Para los pueblos de tradición oral, el lenguaje no es una posesión específica del humano sino una propiedad de la tierra animada de la que los humanos participamos.

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