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El grito de un gavilán de monte hace eco en la cara de las rocas, luego nada más que el silencio resplandeciente. El silencio no es perfecto, cada tanto el arrullo de una libélula, fino como el papel, suena cerca de la superficie del lago. También sospechas que hay hojas desparramadas que se mecen en el agua aunque tus ojos no logran enfocarlas entre los rayos movedizos.

Del lado izquierdo, sin embargo, tu mirada se orienta con facilidad; allí los troncos de las píceas están grabados por el sol que pasa a través de las agujas, la corteza iluminada con tanta nitidez que puedes sentir la textura de las costras y grietas de la superficie, y así tus ojos se mueven sobre los troncos traduciendo los patrones de la luz a sensaciones táctiles que suben por tu piel.

La luz de la tarde, como las hojas de los álamos temblones, se va volviendo dorada, y pronto la hierba y las piedras debajo de tus pies adquieren un borde de oro. Los mosquitos bailan sobre el agua y las abejas pasan volando a tu lado atraídas por el color de tu camisa o el aroma de tu transpiración mientras te abres camino entre rocas anchas que han estado toda la tarde bebiendo el sol. Sigue tu caminata. Este aire denso de luz es un hechizo envolvente, un trance en el que todo el lugar ha caído, un estado mental viscoso que compartes con las píceas y las abejas en este momento ambarino.

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