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Aunque no estaba volando nada cerca del suelo, el abejorro entró y salió de mi sombra real. Su trayectoria visible –iluminado, apagado y otra vez iluminado– muestra que mi sombra real es un enigma más sustancial que esa figura plana sobre el pavimento. Esa silueta es solo la superficie exterior de mi sombra. La sombra real no reside principalmente en el suelo; es un ser voluminoso de espesor y profundidad, una presencia casi invisible que habita en el aire entre mi cuerpo y el suelo. La figura oscura del asfalto me toca solo en los pies y por eso parece estar separada de mí o incluso ser independiente de mí, una especie de doble. El hueco aparente entre esa franja plana de oscuridad y yo es lo que me impulsa de vez en cuando a aceptar su invitación a bailar, y así nos contoneamos y nos esquivamos en un pas de deux improvisado en el que nunca queda claro cuál de los dos marca el paso y cuál lo sigue. Sin embargo, ahora es obvio que esa forma que se escabulle sobre el pavimento no es más que el borde exterior de un grueso volumen de sombra, una profundidad umbría que se extiende desde el suelo y que sube hasta mis rodillas, mi torso y mi cabeza; una sombra que me toca no solo en los pies sino en cada punto de mi persona.

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