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Ahhh, allí está. Siento más fresca una mejilla. Miro hacia abajo. De ese mismo lado, mi cuerpo ahora da sombra a ocho o nueve briznas de pasto y a un escarabajo que se bambolea cerca de la punta de una de ellas con las antenas atentas a la brisa, saboreando el microclima. Poco después, cuatro briznas más alejadas se han metido en la sombra. Luego varias más.

Ya no estoy bajo el exclusivo escrutinio del sol. Libre de la mirada insistente que se derrama desde el cielo, mi mano izquierda se flexiona y rasca la piel de mi rodilla. El reflejo oscuro en el suelo –al que llamaré mi sombraflejo– no registra este intercambio que tiene lugar dentro del volumen contenido en mi sombra total. Lenta, casi imperceptible, la sombraflejo se extiende por el suelo a medida que se hace más profunda la zona triangular de refugio que emana de mi cuerpo, sin transgredir nunca sus proporciones pitagóricas, y se expande imperceptible hacia el horizonte oriental.

Entro en la casa para prepararme algo de comer: corto un tomate maduro, intercalo las rodajas con queso mozzarella fresco y vierto unas gotas de aceite de oliva para que sostengan la pimienta negra que cae al final como nieve oscurecida. Los sabores se intersecan, estallan y se mezclan entre sí. Luego registro los resultados de mi experimento matutino. Varias horas después, salgo para observar a mi sombraflejo: un gigante delgado, afilado como una espada, yace boca abajo en la luz dorada. Se elonga aún más mientras el sol se pone a mis espaldas, sus hombros se encogen, su cabeza trepa por la pared de una casa lejana. Entonces se convierte en la luz de los pájaros: todos los seres alados gritan y parlotean mientras los contornos del gigante se hacen borrosos, indistintos, y le otorgan sus poderes de penumbra al ocaso y a la noche que se avecina.

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