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¿Se ha disuelto y disipado mi sombra o está todavía presente pero oculta, tragada por la oscuridad más grande de la noche? ¿O es la noche misma nada más que una prenda tejida con nuestras sombras dispares, todas esas tinieblas separadas que durante el día caminan solas y que sin embargo se juntan en un espesor común en cuanto el sol se desliza detrás de las colinas? ¿Es nuestra sombra individual, como decíamos, nuestro pedazo privado de noche, arrancada del manto negro cada mañana cuando salimos a recibir el día?

Por ahora, digamos solo esto: la sombra, ese enigma elegante, está siempre con nosotros. Ya sea a mediodía o a medianoche, ya sea que esté quieta dentro de nuestra piel o nos envuelva como un hábitat, la sombra es una consecuencia ineludible de nuestra naturaleza física: una interrupción al dominio del sol, un poder perturbador que tenemos en común con las rocas y las nubes de tormenta y los cadáveres de aviones estrellados. Existen, sin embargo, algunos miembros de la comunidad corpórea que viven sin la compañía oscura de las sombras: los vientos, por ejemplo, o los paneles de vidrio que recién se han colocado en el marco de una ventana. Pero para la mayoría de nosotros, seres materiales, la sombra es parte de lo que nos constituye. Nuestros pensamientos más claros son los que saben esto, los que recuerdan su parentesco verdadero con la luz y la sombra, con el fuego y el sueño.

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