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Más temprano, el sol miraba el mundo desde arriba, su calor se encontraba con la llama interior de los pastos, sus rayos rebotaban en las pendientes y en el espejo vacilante del lago. Todo aquí estaba en relación con ese fuego blanco mientras caminabas en su resplandor, tus pensamientos atraídos hacia lo alto por la llamada regia que fluía desde el cielo. Pero ahora ese imperativo celeste se ha retirado detrás de la montaña, y la atención de cada cosa parece tomada por completo por la vida que la rodea: una araña descubre el viento que infla su red y se prepara para un tirón más abrupto; las piedras se acomodan cerca de la tierra; el viento lame el agua al pasar sobre el lago y se desliza debajo de las raíces y a través de los surcos estriados en la corteza de los troncos mientras las agujas peinan la ráfaga invisible. Los ojos inhalan colores y tu cuerpo responde a los pigmentos del liquen y los hongos y el barranco con tus propios colores rojizos, con el tono de tu piel, de tu camiseta manchada de sudor y los matices oscuros de tu pelo opaco. Y es que aquí hay una intimidad que te incluye. Es una convergencia que notas solo cuando elevas la vista al cielo: allá en lo alto, dos patos aletean hacia el sur; sus plumas, radiantes en la luz dorada, son sin duda de otro mundo. Vuelan bajo la mirada plena del sol. Te das cuenta entonces de que la intimidad alegre de este mundo ensombrecido no se extiende infinitamente hacia arriba. Es un reino delimitado, una zona que se interrumpe en algún punto en las alturas, donde la luz del sol se derrama sobre la cresta de la montaña e ilumina el aire que está más arriba.

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