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¿O es que nuestros propios cuerpos se han encogido hasta ser granos de polvo y esas estrellas son gotas de rocío sobre una mata de redes hiladas por un nido de arañas?

La inmensidad sin límites a la que están expuestos nuestros ojos nos marea; nos embriaga de placer que nuestras mentes se confundan y nuestra lógica heredada explote en una miríada de chispas desperdigadas en el océano de la noche. No nos resulta fácil soportar un éxtasis como ese por mucho tiempo; nuestros hábitos de pensamiento nos traen de vuelta a puertos más familiares. Tal vez si fuésemos aves y el espacio fuera nuestro medio, esta inmensidad no nos desconcertaría. O si fuésemos un mamífero diferente –por ejemplo, un zorro, con la nariz sintonizada a los olores que se extienden en cintas a lo largo del suelo– casi no notaríamos la amplitud fascinante allá en lo alto, y la noche sería nuestra amiga. Pero como nos paramos en solo dos patas, nuestras cabezas ya están en el cielo y no podemos evitar el acertijo pasmoso que plantean las estrellas. Más allá de cierto asombro boquiabierto, nos empieza a doler el cuello, las piernas se nos doblan; nuestros cuerpos ansían yacer horizontales en la tierra. Nos entregamos a la gravedad, nos volvemos apéndices del suelo. Solo al renunciar a la postura vertical –al soltar nuestra individualidad erguida y recostarnos en la tierra, al dejar que nuestra mirada se vuelva la mirada misma de la Tierra– logramos dar algún sentido a las profundidades sin fin en las que la Tierra mora.

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