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Pues esas profundidades no son nuestro hábitat, son el hábitat de la Tierra. Y así, al desplegar los brazos y recostarnos en el cuerpo de la Tierra, el cielo nocturno se vuelve para nosotros un consuelo firme y un útero. Ese es el hechizo que la sombra de este planeta ejerce sobre nuestra carne. Tarde o temprano, nos acostamos. Al fin se nos cierran los ojos. Devolvemos nuestras vidas individuales a la vida más amplia del suelo mismo. Y dormimos.

Dormimos, y permitimos que la gravedad nos sostenga, dejamos que la Tierra –nuestro Cuerpo mayor– recalibre nuestras neuronas y use como abono los encuentros apasionados de nuestras horas de vigilia (las tensiones y los terrores de nuestros días individuales), para devolverlos, como sueños, a la sustancia durmiente de nuestros músculos. Nos rendimos a la influencia de la tierra viva. Podríamos decir que el sueño es un hábito que nace en nuestros cuerpos cuando la tierra se interpone entre estos y el sol. El sueño es la sombra de la tierra que cae sobre nuestra conciencia. Sí. Para el animal humano, el sueño es la sombra de la tierra que se mete bajo nuestra piel y se extiende por nuestras extremidades, que disuelve así nuestra voluntad individual en los mil y un seres que la componen –células, tejido y órganos, que ahora reciben sus directivas principales de la gravedad y el viento– como pedacitos residuales de luz solar atrapados en la maraña de los nervios, que vagan por el paisaje de nuestros cuerpos terrestres como ciervos que se mueven por los valles boscosos.

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