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Casa

(Materialidad I)

Mi mano derecha se estira para alcanzar un libro. Los dedos se abren, se alargan hacia el volumen encuadernado, y de repente el tomo se trepa a mi mano. Se me desliza de entre los dedos y se acomoda otra vez entre la muñeca y la base del pulgar. Mi otra mano ahora husmea la cubierta. El libro cae abierto al medio entre dos páginas. Al parecer, en este punto de la historia todo está lleno de caracoles. Las páginas se llenan de caracoles: grandes, con caparazones en espiral, marrones y rosados y castaños con manchas; lentamente se deslizan por mi muñeca, algunos caen sobre la pálida madera de arce del escritorio. Ahora el libro entero está lleno de estas criaturas lentas y mi escritorio parece rebosante de ellas…

Me despierto y me siento, el olor penetrante del lodo poco a poco da paso a la luz que se filtra por las ventanas y las sábanas bañadas de sol que se me enredan entre las piernas. Sonrío confundido ante la imagen, que enseguida se disipa, de todas esas espirales translúcidas de calcita; giro las piernas hacia afuera de la cama y las apoyo en el piso. La camiseta de ayer está colgada en la silla de la esquina; me la pongo, me meto con dificultad en unos jeans nuevos y rígidos, me salpico la cara con agua de la canilla y bajo a la cocina tratando de decidir si quiero cereales o huevos revueltos. Entonces pierdo el hilo de mis pensamientos –me distraigo con un grillo negro que camina por las baldosas– pero mis brazos deciden por mí, y sacan la avena de la alacena y la leche de cabra de la heladera. Pronto estoy otra vez caminando por la casa hacia mi pequeño estudio con el dedo índice enganchado en el asa de una taza de porcelana, tratando de que el té no se derrame sobre el piso. Ya en la habitación a la que llamo mi estudio, apoyo el té en el escritorio, me doy vuelta y cierro la puerta.

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