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Ciertas construcciones pueden invitar y agrandar el pulso erótico del suelo (como muchos adobes hechos de tierra y techos cubiertos de paja, o incluso algunos rascacielos de inusual elocuencia); otras sofocan y silencian ese pulso, pero creo que no pueden inmovilizarlo por completo. Todas las cosas sólidas, ya sea un escarbadientes o una trompeta, un plato de porcelana o un helicóptero, están hechas de materiales que alguna vez nacieron de la tierra. Sin importar cuán profunda haya sido la alquimia del laboratorio, la materia que reluce o dormita en nuestras creaciones –la materia que presta su densidad opaca o su extravagancia porosa a herramientas y máquinas, sillas y pantallas de computadoras– retiene algún rastro de su antiguo linaje con la tierra uterina, alguna memoria de una era en que no estaba modelada según una voluntad exterior sino por la tensión y la exuberancia.

En esta habitación, una faja de luz con la forma de la ventana ha reptado por el piso y se ha doblado, y empieza a escalar la pared que da al este. Alrededor de la ventana de la pared opuesta hay un marco rústico de pino teñido de un tono ámbar profundo. Cada nudo ovalado de la madera parece un ojo abierto, un vórtice o un remolino entre las líneas que fluyen en ondas a lo largo de cada listón de corte transversal hasta que uno de esos nudos corneales y oscuros obliga a las vetas fluidas a curvarse a su alrededor, como el espacio-tiempo alrededor de una estrella.

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