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Pero cuando me quité las botas y dejé la mochila en la mesada, noté que algo no andaba bien. Había cierta angustia, cierta perturbación en la casa. Volví a abrir la puerta de par en par, preguntándome si había dejado algo afuera, pero no había nada. Cerré la puerta, agarré la correspondencia y me dirigí al sillón. Y entonces me detuve. Las paredes, el techo, las mesas bajas e incluso las paredes me fulminaron con la mirada. El sillón, con sus gruesos almohadones tapizados, me mantenía a distancia. «La pequeña se ha ido», mascullé en voz baja.

Mis palabras parecieron inducir un sutil cambio en el comportamiento de las escaleras, y las paredes se empezaron a combar. Todo el interior parecía pesado, opresivo: la acusación se había convertido en abatimiento. «Pero la bebé volverá –dije, a nadie en particular, y luego más fuerte–: ¡Escuchen! Hannah volverá. ¡En diez días estará en casa!».

La habitación se iluminó de inmediato. Los muebles se relajaron, el cielorraso dejó de parecer amenazante. La estructura de la casa se aflojó y se suavizó, y las vigas de madera se acomodaron en lo que parecía una espera paciente y resuelta. El espacio ya no se sentía acusatorio; de hecho, ya no parecía prestarme ninguna atención. Me hundí en el sillón con la correspondencia.

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