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En dos semanas, Hannah nos acompañaba en nuestros paseos diarios de esquí por los campos de cultivo y los cañones arbolados, por lo general arropada debajo de la campera de polar de su mamá, con solo sus ojitos azules asomando debajo de la bufanda de Grietje mientras nos deslizábamos bajo las coníferas y los álamos. Poco a poco, a lo largo de varias lunas, Hannah aprendió a enfocar los ojos en formas cercanas y lejanas; en la casa le gustaba rodar por el suelo con nosotros y disfrutaba de acariciar las paredes, los armarios y las vigas cada vez que la acercábamos a ellos. La vivienda se transformó con su llegada y con la curiosidad constante que prodigaba incluso a sus facetas más sencillas: un ladrillo en el suelo, un pedazo de pared pintada. La gran habitación se acostumbró a sus chillidos de placer y consternación, y a las risas efervescentes que brotaban como burbujas cada vez que bailábamos con ella en brazos, girando y saltando al ritmo de la música de Baba Maal o Salif Keita que palpitaba en los altoparlantes baratos.

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