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Antes de mudarnos a esta casa entre los álamos del gran desierto al norte de Nuevo México, vivimos por un tiempo en un amplio valle en las montañas, bien al norte de aquí. Allí los bosques eran más densos, las nieves del invierno más insistentes y más constantes las lluvias de verano. La casa a la que pertenecíamos en ese entonces tenía fardos de paja dentro de las paredes como aislación, suelo de ladrillos y muchas vigas toscas de abeto de corte cuadrado que se extendían a lo largo y se elevaban perpendiculares desde el centro del suelo hacia las paredes interiores para sostener las vigas que cortaban horizontales el espacio de arriba, y que a su vez sostenían varias vigas inclinadas a cuarenta y cinco grados en la parte más alta del techo abovedado.

Esa casa extraordinaria parecía más bien pequeña desde afuera, pero como consistía principalmente en una sola habitación grande (con varios rinconcitos y recovecos), por dentro daba una sensación de gran amplitud. Un loft separado ocultaba el alto cielorraso en uno de los extremos de la casa: allí dormíamos, y allí fue donde Grietje, con mi ayuda y la de una admirable comadrona de la zona rural de Idaho, dio luz a Hannah, nuestra pequeña hija, una semana antes del solsticio de invierno. La noche del solsticio arropamos a Hannah y la sacamos afuera por primera vez, y se la presentamos a las estrellas y las montañas cubiertas de nieve.

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