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Un día, dieciséis semanas después de la llegada de Hannah, las llevé a ella y a su madre por rutas secundarias y autopistas hasta el aeropuerto de Idaho Falls, desde donde volarían a Bélgica para visitar a los padres de Grietje por diez días. Luego de varios abrazos de despedida y de saludarlas desde lejos mientras subían al avión, me compré el almuerzo en un restaurante local y emprendí el regreso hacia nuestro valle tranquilo, pasando junto a granjas de papas y a las extrañas estructuras móviles de riego que parecen esqueletos de dinosaurios en descomposición sobre los campos nevados. Me alegraba la perspectiva de pasar unos días solo, una oportunidad para recobrar el aliento y escribir sin las demandas constantes y el bullicio de la vida familiar. Detuve el coche junto al buzón, al final del camino de entrada, y miré adentro: algunas cartas y varias publicidades coloridas e inútiles del supermercado del pueblo. Ya nos habíamos quejado de esos volantes en la tienda y en el correo, pero sin resultado alguno. Manejé por el camino congelado y bajé del coche a la nieve. Recuerdo bien la euforia al estirar los músculos, la feliz anticipación de un tiempo para mí solo. Caminé hacia la casa tratando de pisar sobre las mismas huellas de nieve que habían hecho mis botas esa mañana y luego entré por la puerta a nuestra casa, agradecido por el calor de sus paredes y la familiaridad del lugar.

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