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Cabizbajos, Grietje y yo empezamos a empacar nuestra ropa, nuestras ollas y sartenes, y nos tomó más de una semana juntar y ordenar los varios papeles dispersos y los montones de facturas sin clasificar mientras las cajas se amontonaban en el suelo. Yo quité el polvo, barrí y desmonté varios electrodomésticos, y volví a barrer después de que Hannah volcara otro contenedor con artículos diversos. Todo el tiempo me preguntaba cómo nuestra partida de la casa afectaría el cosmos de nuestra pequeña hija.

No me detuve a pensar en el efecto que nuestra partida tendría sobre la casa misma (hacía tiempo que había olvidado mi experiencia de seis meses atrás, cuando regresaba del aeropuerto). Sin embargo, a pesar de todas mis preocupaciones por Hannah, a medida que se acercaba el día de nuestra partida –el día en que cargaríamos el camión de mudanza con cajas y mesas y lámparas– no fue mi hija sino yo el que se empezó a poner ansioso. Esta era una buena casa para nosotros; irse no parecía lo correcto. No importaba que planeáramos asentarnos en el valle del Río Grande al norte de Nuevo México, donde teníamos un puñado de viejos amigos: esta casa, en la que habíamos vivido solo por un año y medio, se sentía más familiar que esos amigos. Se sentía como una familia. Era el lugar donde Grietje y yo nos habíamos multiplicado y nos habíamos convertido en una familia. La perspectiva de dejar el lugar me disgustaba; me parecía un error.

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