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Unas noches antes del día previsto para nuestra partida, me desperté sobresaltado en medio de la oscuridad. Había alguien en la casa.

Bajé del loft y me quedé escuchando desde lo alto de las escaleras. Silencio. Bajé en puntas de pie a una habitación que refulgía con una luz pálida: la luna llena miraba fijo por las ventanas y hacía rebotar su resplandor en las paredes. La superficie de la mesada brillaba, ebria de luz de luna. Pero había algo más: todas esas vigas de madera talladas de manera tosca, fuertes como tendones, que se elevaban desde el suelo hasta el techo, o que descendían desde el techo hasta el suelo, y las otras, que se estiraban horizontalmente a lo largo del espacio superior de una pared a la otra para sostener los aleros exteriores, y los puntales angulosos que unían las vigas transversales con las que sostenían el techo abovedado sobre su lomo inclinado, todas esas vigas que se precipitaban de aquí para allá por el aire invisible brillaban más que ninguna otra cosa en la habitación iluminada por la luna, y sus superficies agrietadas relucían con un fuego lúgubre.

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