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Durante un largo tiempo, el cuerpo suave de nuestra madre, con sus pechos complacientes y su vientre cálido, sus ojos profundos y su voz amable, tiene la misma extensión que el resto del mundo. Pero de a poco esa presencia nutricia se diversifica en una pluralidad de dimensiones interconectadas, roce de madre y roce del suelo, brillo diurno y nocturno (hierba áspera, baño y canto de papá), y todo ello se refleja en una diferenciación cada vez más profunda dentro de uno mismo a medida que el cuerpo aprende a coordinar las acciones de sus extremidades y a moverse en el cosmos.

El yo empieza como una extensión de la carne viva del mundo, y las cosas a nuestro alrededor, a su vez, se originan como reverberaciones que hacen eco de los dolores y placeres de nuestro cuerpo.

Así, los grupos de árboles, los ladrillos en el suelo y la luz solar no son presencias inertes o carentes de sensibilidad sobre las que más tarde el niño proyecta su propia conciencia. Más bien, la sentiencia interior del niño es un correlato de lo que se percibe en el exterior: la cualidad despierta del cielo, el soporte firme del suelo y la voluntad del viento que acaricia; es concomitante con el entorno animado.

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