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El pie recuerda cuando siente la presión que el suelo ejerce desde abajo. La piel de la cara recuerda, y se vuelve hacia la miríada de facetas, o caras, del mundo. Las puntas de los dedos recuerdan bien que cada superficie que puede sentirse es también, a su modo, sensible. Los oídos, cuando escuchan, saben que todas las cosas hablan, deambulan y navegan en las conversaciones íntimas del mundo y a veces motivan a la lengua a responder.

Incluso los ojos saben que todo está vivo: que las superficies brillantes u opacas que miran también los están mirando, que los colores que beben o en los que se sumergen estaban deseando tragarlos y probar su tono avellana, sus atisbos de verde.

Nuestro pecho que sube y baja sabe que el extraño verbo ser significa, más simplemente, «respirar»; sabe que los arces y los abedules también respiran, que el estanque del castor inhala y exhala a su manera, lo mismo que las piedras y las montañas y las cañerías que llevan el agua por la tierra debajo de la ciudad. Los pulmones conocen ese secreto tan bien como cualquiera: que las profundidades interiores y exteriores participan del mismo misterio, que cuando el viento invisible se arremolina dentro de nosotros, también lo hace a nuestro alrededor, doblando los pastos y empujando hacia arriba las nubes e iluminando a su vez nuestras propias sensaciones. Las cuerdas vocales, agitadas por ese aliento, vibran como telarañas o cables de teléfono en la brisa, y la voz misma que se ríe o murmura une su canto con el agua que borbotea bajo la rejilla.

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