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Ese es, en todo caso, el fruto maduro de la afinidad espontánea del niño humano con los árboles, las arañas, las piedras y las nubes de tormenta, cada vez que se permite que esa semilla crezca y florezca. Solo después de una niñez sin obstáculos una mujer adulta sabe en los huesos que habita un cosmos viviente, que su vida está inmersa en una comunidad salvaje de vidas interconectadas de manera dinámica y aun así raramente diferentes. Es un cosmos no menos desconcertante, no menos cargado de incertidumbre y confusión que el mundo complejo de objetos inertes y procesos mecánicos en el que muchos de nosotros parecemos habitar y, sin embargo, está vivo: es un juego vibrante de relaciones del que participan nuestras propias vidas.

Pero en una civilización que ha caído hace tiempo bajo el hechizo de sus propios signos, la cordialidad entre el niño y la tierra animada se cercena pronto, se interrumpe por la insistencia adulta (expresada en incontables modos de hablar y comportamientos) en que la verdadera sentiencia, la subjetividad, es una posesión exclusiva de los seres humanos. Esa insistencia colectiva no sería capaz de desplazar la persuasiva evidencia de la experiencia directa del niño si no fuera por todas las tecnologías que muy pronto lo envuelven en un reino puramente humano al interponerse entre sus sentidos en desarrollo y la sensualidad de la tierra. El lazo cortado entre el niño y la tierra viva luego se certificará, y se volverá permanente, cuando se produzca su entrada activa en una economía que considera la tierra antes que nada como un suministro de recursos de los que apropiarse para nuestros propósitos exclusivamente humanos.

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