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De hecho, es difícil imaginar cómo una mente pura e inmaterial podría conocer las verdades más simples sobre un roble castaño o un pedazo de mármol, ya que, sin un cuerpo –sin una presencia densa o fluida, sin ojos o piel o superficie sutil–, nunca podría entrar en contacto con la piedra. Sin sensaciones corporales no podría sentir el sabor de las hojas del roble ni oír el viento que se escurre entre ellas, no podría sentir la tensión de las ramas vigorosas ni «sentir» nada en absoluto. Podemos sentir los árboles y las rocas debajo de los pies porque no somos tan diferentes de ellos, porque tenemos nuestros propios miembros bifurcados y nuestra propia composición mineral, porque –contrariamente a nuestras concepciones heredadas– no somos solo materia mental sino cuerpos tangibles de peso y densidad, y por eso tenemos mucho en común con las cosas palpables con las que nos topamos.


Eso significa, por supuesto, que las cosas del mundo tienen mucho más en común con nosotros de lo que solemos admitir. La afinidad es obvia en nuestra relación con otros mamíferos, cuyas piernas, orejas, ojos y simetría bilateral hacen evidente, desde el comienzo, nuestro parentesco fundamental. Con los árboles y arbustos la relación parece más distante, y sin embargo el hecho de que consideremos a esos seres como seres vivos mitiga ya esa distancia. Pero bien: ¿qué hay de las piedras, las rocas y los peñascos de montaña? Es evidente que un bloque de granito no está vivo en ningún sentido obvio, y es difícil entender cómo alguien podría atribuirle esa amplitud e indeterminación, o por qué querría hacerlo.

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