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No nos damos cuenta de que ese modo participativo de percepción, cuando se desarrolla y se perfecciona a lo largo de los difíciles descubrimientos de la adolescencia y luego de la adultez, inevitablemente cede el paso al acercamiento a un mundo de matices complejos y múltiples capas. No nos damos cuenta de que, en el transcurso de varios cientos de generaciones, esa participación con la tierra circundante se ha afinado de manera minuciosa gracias a las serendipias y las adversidades de este mundo, sus bondades y sus venenos, sus aliados vivificantes y sus poderes depredadores, y ha llegado a convertirse en algo que está mucho más allá de cualquier acercamiento ingenuo o sentimental a las cosas. Después de todo, nuestros ancestros indígenas tuvieron que sobrevivir y prosperar sin ninguna de las tecnologías de las que dependemos nosotros, los modernos. Parece poco probable que nuestros linajes ancestrales hubiesen sobrevivido si la sensibilidad animística fuera una mera ilusión, si esa experiencia del entorno percibido como sensible e incluso consciente fuera una fantasía inmadura en total conflicto con la verdadera naturaleza de ese entorno. La larga supervivencia de nuestra especie sugiere que la expectativa instintiva de la animación, de una espontaneidad interior propia de todas las cosas, era un modo muy práctico de ir al encuentro de nuestro entorno: en efecto, quizás el modo más efectivo de alinear nuestro organismo humano con las vicisitudes cambiantes de un cosmos difícil, peligroso y caprichoso.

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