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Si se alienta la fascinación y la amistad de Hannah con un manzano que crece silencioso en el viejo huerto, si se le permite desarrollarse, entonces la reciprocidad espontánea de sus primeros años, en los que al principio ella asume que la experiencia del árbol es análoga a la suya, poco a poco se profundizará para descubrir que lo enraizado del árbol –su incapacidad para moverse sobre el suelo– debe proveerle un rango de sensaciones muy diferentes de las que ella experimenta. Más tarde, al entender el modo en que sus raíces toman agua del suelo y las hojas metabolizan la luz solar, comprenderá la diferencia aún mayor que hay entre el árbol y ella misma, y ampliará su imaginación sensorial para poder comprender la extraña sensación de beber la luz del aire. Tal vez sospeche que el placer del calor del sol sobre la piel de sus hombros provee un acercamiento distante a las sensaciones que experimentan esas hojas, o que la sensualidad de hundir los dedos de los pies en el lodo se aproxima a algo de lo que esas raíces escondidas sienten cuando la lluvia empapa el valle sediento. En cada paso de su desarrollo interior descubrirá diferencias más grandes entre ella y el manzano, sin embargo, considerará cada diferencia como una diferencia de sentimiento, como una manera extrañamente distinta de experimentar el mismo cielo, el mismo suelo, la misma lluvia. Y así, por último, en la adultez, cada árbol, en toda su extraña e insalvable otredad, será para ella una presencia animada y con experiencias propias, otro ser, otra forma de sensibilidad y de vida radiante.

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