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Solo mucho después, cuando el niño se sumerge en el torbellino del lenguaje verbal –ese flujo de frases que antes lo rodeaban solo como un juego llamativo de sonidos melodiosos en continuidad con los gritos de los cuervos y el retumbar del trueno–, solo en ese momento el niño contemporáneo tiende a aprender que ni el pájaro ni el trueno son de verdad conscientes, que el viento no tiene voluntad ni el cielo está despierto, y que las personas humanas son en este mundo las únicas portadoras de conciencia.

Esa lección equivale a una negación de gran parte de la experiencia sentida por el niño, y suele precipitar una ruptura entre su yo verbal y el resto de su cuerpo sensible y sentiente. Sin embargo, el yo verbal olvida rápido el dolor de esta ruptura. Hay descubrimientos y distracciones más que suficientes para compensar el trauma de esa alienación, ya que aceptar y obedecer esa lección extraña destraba las puertas al universo curioso que parecen habitar todos los adultos.

Pero el cuerpo vivo, ese animal ferozmente atento, aún recuerda.

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