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Es un placer observar la afinidad espontánea del niño con los objetos y entes que lo rodean, pero esto es solo una solidaridad amorfa y tentativa. Si se le permitiera desarrollarse a lo largo de la niñez, intensificarse y complejizarse a medida que el mismo niño se desarrolla en la adolescencia, esa temprana complicidad con las cosas se profundizaría y maduraría silenciosamente hacia un respeto matizado por la vida múltiple del mundo, un placer constante en la profusión de formas corporales y los innumerables estilos de conciencia que componen el cosmos terrenal.

Para la pequeña Hannah, que se tropieza atolondradamente por el suelo, cada piedra que llama su atención, cada pájaro que pasa volando o cada árbol que se eleva frente a sus ojos es un homólogo de ella misma. Si por una tarde elige a cierto árbol como amigo, el árbol parecerá expresar varios sentimientos que ella siente dentro de sí, demostrar la misma clase de conciencia que ella conoce bien. Plantas, accidentes geográficos específicos y en especial otros animales parecen encarnar y hacer visible para el niño algunos impulsos particulares que él también siente dentro de sí, dan poder al pequeño humano para empezar a notar y a diferenciar entre varias formas elementales del sentimiento y le permiten empezar a navegar el mar de los humores ambiguos, las emociones y los impulsos, cuyo poder rebelde pueden fácilmente abrumar al niño. De ahí la centralidad de los demás animales en los juegos infantiles de todas las culturas (incluyendo, en la mía, un despliegue atroz de conejos de peluche y ositos y ratones que hablan), y todos los animales que protagonizan los cuentos y las canciones con rimas, que son lo primero que escuchamos y contamos en la infancia.3

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